A ella le gustaba llevar ese chándal de mil colores. Uno de esos que ahora llevan los modernos pero que tienen más años que Atapuerca. Él solía llevar un mono vaquero y una camiseta de rayas, aunque en invierno sacaba ese abrigo de pelusilla marrón con orejas de oso en la capucha.
Ella tenía pelo rubio brillante, nariz de habichuela y hoyuelos al sonreír. Él andaba siempre con cara de susto y la nariz colorada, redonda como un botón. Era pelirrojo, pero me atrevo a jurar que nunca nadie había conseguido peinarle.
Hubo un tiempo en que yo no me separaba de ella: jugábamos después del cole y las meriendas se hacían eternas si ella se empeñaba en rechazar la fruta, dormíamos juntas (yo me pedía pared), nos reíamos como locas ante cualquier atisbo de foto y se sentaba a mi lado cuando yo pintaba con acuarelas mis vanguardias infantiles.
Recuerdo que a Rodrigo le pasaba algo parecido con él. No es que fuera el crío más inocente del mundo (y cualquiera que haya visto su sonrisa de "yonohesido" dará fe de ello), pero con él era distinto, le cuidaba y le protegía como si fuese su hermano mayor. El primo de Zumosol. Él era más mayor que Rodrigo, había vivido mil aventuras antes y, a veces, se le notaba perdido, quizás cansado de tanto jugar. Había tenido un accidente que le hizo perder la visión y Rodrigo lloraba tanto cuando le miraba el ojo mutilado, con sus pestañas aplastadas y la córnea destrozada por un destornillador, que la tía tuvo que improvisar un parche rojo para que Rodrigo dejase de llorar. Luego todo fue mejor. No es lo mismo tener un amigo tullido que un amigo pirata, ya se sabe.
Y míralesnos
Cómo pasa pesa el tiempo.
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