lunes, 1 de diciembre de 2014

Lunáticos de invierno

"De todas las cosas que he perdido
 la que más  menos extraño es mi cordura."
    Mark Twain

    Traigo el frío de los muertos en las manos, como siempre.
    Quizás sea estufa tu jersey o quizás

    quizás en su barco haya una fogata 
    o una botella de ron p'abrasarme las entrañas.

    El té ya no sé si rojo o negro, por lo que pueda leerse en los posos, 
    Los divanes son para aburridos no para locos y las almohadas, en serio, las almohadas no escuchan. 
    Odio cuando los cuerdos van de psicoanalistas. Sin acento argentino ni hostias.
    Te dicen que estás loco y entonces sí te da el brote psicótico.
    No me jodas. La locura es elección personal, idiotas.

    A veces.

    Pues eso, que me irrita la cordura de los rancios y lo demás
    lo políticamentecorrecto y lo normal.  
    Sobretodo cuando es lo fácil.

    Que llegue ya la primera nevada porque tengo estaciones de tren 
    y relojes atrasados y ochomiles de apuntes en precario equilibrio
    y fideos en la tripa (¿quién cojones come mariposas?) nadando en café de máquina. 
    Y me sobran. 

    Y esta vez, sin sobrarme, me abundan las flaquezas
    me esquivan las certezas.

    Pero bailemos, Que es invierno.



    martes, 4 de noviembre de 2014

    Mujer-carrasca

    A Celia, por ser abuela.
    Por ser la mía.


    Hay ganchillo en los cojines  y conserva en la despensa en tarros grandes de cristal. Cierro los ojos y vuelvo a verte desbriznar el azafrán, a los eneros de matanza y los puñales de hielo colgando del alfeizar. Te veo subir del huerto de la fuente con el caldero azul rebosante de borraja y te oigo gritarme que me aleje del pozo porque, seguramente, estoy escarbando distraída en busca de zanahorias para ver si consigo que se me acerquen los conejos y poderles tocar... Pero, al abrir los ojos, de aquello no queda nada: no huele a pan la vieja cochera, ni quedan conejos asustadizos en las parideras del corral. Hace mucho que no echas el grano a las gallinas y que no pesas magdalenas en la báscula de metal.

    Nunca entendí que te sorprendieses de lo bien que leía ni de que me hicieses escribir en cualquier papelajo para admirar mi caligrafía escolar, pero tanta ilusión te hacía vernos crecer y progresar... ¿Te acuerdas del día que me atacó el gallo? Apareciste ante mí como la brava heroína del corral, espantando a manotazos aquella bola de plumas… intuyo que más tarde se lo harías pagar. Recuerdo de pequeña ir contigo a misa y la angustia que yo pasaba sentada, mirando al cristo crucificado que estaba ahí, sangrando y medio muerto, mientras nadie le ayudaba… pronto comprendiste que el potaje y los buñuelos eran mi parte favorita de la Semana Santa. 

    Según pasaron los años empezaste a perseguirme por casa para arremangarme el bajo de los pantalones de campana, que “vas barriendo el pueblo” me decías. Si trasnochábamos en las fiestas siempre tenías un "¡Ay, pispoteros!" con el que "animarnos" por la mañana a salir de debajo del edredón y, si había suerte, en invierno al acostarnos, encontrábamos una bolsa de agua caliente entre las sábanas y el pijama calentito en el radiador. Recuerdo cuando me enseñabas a hacer flores que duraban bien poco en la bandeja, cuando te reías con las tonterías de tus nietos y cómo hacías punto sentada en el sofá; recuerdo también las jotas de Nobleza Baturra que a veces te animabas a cantarme, o esa caja de zapatos repleta de fotos viejas a cuyos protagonistas me ayudabas a adivinar.

    Ojalá poder volverte a escuchar.
    Que me des tus manos ásperas de sembrar el pan.
    Que me cuentes más historias de hambre y de pastores.
    Ojalá. 
    Ojalá otra guerra de besos, de esas de antes de montar en el coche en las despedidas...  
    y sabes que no paro hasta que te rías. 

    Luego llegaron las nubes a la memoria. El fairy a las ensaladas.
    Los días en que contabas historias de antes, porque era lo que mejor recordabas.
    "No me engañes", me decías, y yo tenía que insistirte - que de verdad era tu nieta- quizás no te lo creías del todo pero me cogías del brazo y volvíamos a pasear.
    Cambiabas de tema: "Igual hay que mirar si hoy han puesto las gallinas".
    (Pero ya habíamos ido varias veces al corral).

    Sin darnos cuenta nos despedimos de manera extraoficial. Presa de una silla de ruedas, la mirada casi perdida, las manos bien apretadas, silencio en el paladar. Intuyo que de haber podido, habrías echado a volar. Pero siempre fuiste mujer recia, tan de tu tierra, tan carrasca, tan Pedregal… y las carrascas tienen fuertes las raíces y supongo que, por eso, no podías despegar. Yo te juro que aprendí a ser cobarde cuando no quise ir a verte para no echarme a llorar. 

    Ahora hay fuego en la estufa y huele el salón a chasca.
    Las campanas de la torre hablan su idioma de muertos

    Y no estás. 

    Me dijeron que te habías ido y brindé por tus alas nuevas. Por fin descansabas, yaya.
    La copa y la Luna llenas (el vacío vendría después).
    Pero aún no era ni de día ni de noche, era pronto y tarde para llorar. 
    Y total, para ti ya no importaba el tiempo...

    Que la tierra te sea leve, Celia,
    Mujer-carrasca de El Pedregal.


    jueves, 30 de octubre de 2014

    Pachucha. Kikoso.

    A ella le gustaba llevar ese chándal de mil colores. Uno de esos que ahora llevan los modernos pero que tienen más años que Atapuerca. Él solía llevar un mono vaquero y una camiseta de rayas, aunque en invierno sacaba ese abrigo de pelusilla marrón con orejas de oso en la capucha.
    Ella tenía pelo rubio brillante, nariz de habichuela y hoyuelos al sonreír. Él andaba siempre con cara de susto y la nariz colorada, redonda como un botón. Era pelirrojo, pero me atrevo a jurar que nunca nadie había conseguido peinarle. 

    Hubo un tiempo en que yo no me separaba de ella: jugábamos después del cole y las meriendas se hacían eternas si ella se empeñaba en rechazar la fruta, dormíamos juntas (yo me pedía pared), nos reíamos como locas ante cualquier atisbo de foto y se sentaba a mi lado cuando yo pintaba con acuarelas mis vanguardias infantiles. 
    Recuerdo que a Rodrigo le pasaba algo parecido con él. No es que fuera el crío más inocente del mundo (y cualquiera que haya visto su sonrisa de "yonohesido" dará fe de ello), pero con él era distinto, le cuidaba y le protegía como si fuese su hermano mayor. El primo de Zumosol. Él era más mayor que Rodrigo, había vivido mil aventuras antes y, a veces, se le notaba perdido, quizás cansado de tanto jugar. Había tenido un accidente que le hizo perder la visión y Rodrigo lloraba tanto cuando le miraba el ojo mutilado, con sus pestañas aplastadas y la córnea destrozada por un destornillador, que la tía tuvo que improvisar un parche rojo para que Rodrigo dejase de llorar. Luego todo fue mejor. No es lo mismo tener un amigo tullido que un amigo pirata, ya se sabe.

    Y míralesnos

    Cómo pasa pesa el tiempo.




    lunes, 27 de octubre de 2014

    Despedida


    - Cuanto más me tocas menos ganas tengo de irme.
    - Cuantas menos ganas tengo de que te vayas más te toco.


    martes, 30 de septiembre de 2014

    Ítaca

    Cuando volvió a Ítaca se dio cuenta, de verdad, de lo corta y lo salvaje que había sido su Odisea. Entonces ese lugar que tanto le gustaba, ese cacho de tierra del que antes solía hacer patria, al que humildemente ponía a la altura o por encima de ciudades Patrimonio de la Humanidad y al que solo a sí mismo y a sus paisanos permitía el derecho y el placer de criticar (porque lo amaban y lo sufrían al mismo tiempo que él)... ese lugar, ahora le resultaba completamente ajeno. Ítaca le agobiaba y le parecía que las alcarrias que la flanquean le cercaban y se estrechaban para que no escapase más:

    también hay islas lejos del mar.

    Qué igual era todo y qué distinto a la vez. Aunque nadie, nadie más, parecía percatarse.
    Se preguntó si era él quién había cambiado.

    En la aventura había aprendido cosas que no se pueden leer: que el horizonte es infinito, que hay vida más allá,  que en el corazón (o en las pupilas, o en la memoria, o en donde quiera que se guarden las cosas importantes) cabe mucho más que en la maleta. Y caben arraigos y pertenencias. Otras Ítacas.

    En Ítaca no siempre hay Penélopes tejiendo ausencias y la ausencia le había hecho prescindible. 
    Cuando volvió le costó encajar -el golpe- en ese ecosistema del que una vez salió y que había seguido funcionando igual de bien sin él. Pero al final comprendió que es esa prescindibilidad la que nos deja ser parte de todo y de todos.
    -"Y eso es bien"- supuso.
    -"Joder, ¡eso es muy bien!"- se convenció.

    Eso implica que cuando emprendiese nuevas Odiseas seguiría  pudiendo volver porque, no importa lo cambiado que regresase o lo asquerosamente igual y distinta que le esperase Ítaca a su regreso, seguirá siendo la suya y, podía reconocerlo, estando lejos extrañaba su sinsentido.

    Que Eolo sople nuevos vientos.
    Que a Ítaca siempre se regesa.