"Sé que tengo suerte de teneros cerca,
no encuentro belleza en los que nunca se rebelan".
P.I.B
Al otro lado de la ventanilla el
paisaje se desdibujaba por la velocidad mientras el cielo presumía una gama de
azules oscuros que señalaban la inminencia de la noche.
Eran dos, pero normalmente
ocupaban cuatro asientos en el tren. Se sentaban en frente uno del otro y
estiraban las piernas sobre el asiento de delante, un gesto de cómodo desenfado
que corresponde a la juventud.
Ese día, sin embargo, se sentaron
al lado. No por romper tradiciones sino porque era jornada de huelga y el vagón
parecía la barraca de un campo de concentración. Nadie quería quedarse en el
andén porque el próximo tren podía tardar más de una hora en llegar y los
cuerpos se apretaban cual sardinas en una lata de conserva. Cada centímetro
susceptible de ser robado al vagón era aprovechado por un nuevo pasajero que
encajaba sus pies entre los del resto de viajeros justo antes del cierre de
puertas. Ya se preocuparían luego del oxígeno.
Los que viajaban acompañados no hablaban mucho, pues con
tanto pasajero la intimidad se había visto obligada a quedarse en el andén. Cualquier
conversación sería recibida por varios pares de oídos curiosos o ausentes. Y,
sin embargo, en las treguas que les dejaba el sueño entre cabezada y cabezada,
ellos intercambiaban opiniones sin preocuparse de las miradas de soslayo que
les lanzaban sus comprimidos compañeros de viaje al oír hablar de piquetes
juveniles, salvajes cargas a caballo, sindicatos vendidos o compañeros detenidos.
Y fue ahí, en ese vagón
donde la intimidad no tenía cabida, que El Maestro, haciendo honor a su
sobrenombre (aunque no fue su sabiduría la que le granjeó este apodo), expuso
ante ella una verdad inmensa que quizás llevaban ya un tiempo sospechando:
“No sé tú, pero yo estoy cogiendo un cariño increíble a esta gente”.
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