A Celia, por ser abuela.
Por ser la mía.
Hay ganchillo en los cojines y conserva en la despensa en tarros
grandes de cristal. Cierro los ojos y vuelvo a verte desbriznar el
azafrán, a los eneros de matanza y los puñales de hielo colgando del alfeizar.
Te veo subir del huerto de la fuente con el caldero azul rebosante de borraja y
te oigo gritarme que me aleje del pozo porque, seguramente, estoy escarbando
distraída en busca de zanahorias para ver si consigo que se me acerquen los
conejos y poderles tocar... Pero, al abrir los ojos, de aquello no queda nada:
no huele a pan la vieja cochera, ni quedan conejos asustadizos en las parideras
del corral. Hace mucho que no echas el grano a las gallinas y que no pesas
magdalenas en la báscula de metal.
Nunca entendí que te sorprendieses de lo bien que leía ni de que me
hicieses escribir en cualquier papelajo para admirar mi caligrafía escolar,
pero tanta ilusión te hacía vernos crecer y progresar... ¿Te acuerdas del día
que me atacó el gallo? Apareciste ante mí como la brava heroína del corral,
espantando a manotazos aquella bola de plumas… intuyo que más tarde se lo
harías pagar. Recuerdo de pequeña ir contigo a misa y la angustia que yo pasaba
sentada, mirando al cristo crucificado que estaba ahí, sangrando y medio
muerto, mientras nadie le ayudaba… pronto comprendiste que el potaje y los
buñuelos eran mi parte favorita de la Semana Santa.
Según pasaron los años empezaste a perseguirme por casa para
arremangarme el bajo de los pantalones de campana, que “vas barriendo el pueblo” me decías. Si trasnochábamos en las
fiestas siempre tenías un "¡Ay,
pispoteros!" con el que "animarnos" por la mañana a salir de
debajo del edredón y, si había suerte, en invierno al acostarnos, encontrábamos
una bolsa de agua caliente entre las sábanas y el pijama calentito en el
radiador. Recuerdo cuando me enseñabas a hacer flores que duraban bien poco en
la bandeja, cuando te reías con las tonterías de tus nietos y cómo hacías punto
sentada en el sofá; recuerdo también las jotas de Nobleza Baturra que a veces
te animabas a cantarme, o esa caja de zapatos repleta de fotos viejas a cuyos protagonistas
me ayudabas a adivinar.
Ojalá poder volverte a
escuchar.
Que me des tus manos ásperas
de sembrar el pan.
Que me cuentes más historias
de hambre y de pastores.
Ojalá.
Ojalá otra guerra de besos, de
esas de antes de montar en el coche en las despedidas...
y sabes que no paro hasta
que te rías.
Luego llegaron las nubes a la
memoria. El fairy a las ensaladas.
Los días en que contabas
historias de antes, porque era lo que mejor recordabas.
"No me engañes", me
decías, y yo tenía que insistirte - que de verdad era tu nieta- quizás no te lo
creías del todo pero me cogías del brazo y volvíamos a pasear.
Cambiabas de tema: "Igual
hay que mirar si hoy han puesto las gallinas".
(Pero ya habíamos ido
varias veces al corral).
Sin darnos cuenta nos despedimos de manera extraoficial. Presa de una
silla de ruedas, la mirada casi perdida, las manos bien apretadas, silencio en
el paladar. Intuyo que de haber podido, habrías echado a volar. Pero siempre
fuiste mujer recia, tan de tu tierra, tan carrasca, tan Pedregal… y las
carrascas tienen fuertes las raíces y supongo que, por eso, no podías despegar.
Yo te juro que aprendí a ser cobarde cuando no quise ir a verte para no echarme
a llorar.
Ahora hay fuego en la estufa y
huele el salón a chasca.
Las campanas de la torre
hablan su idioma de muertos
Y no estás.
Me dijeron que te habías ido y
brindé por tus alas nuevas. Por fin descansabas, yaya.
La copa y la Luna llenas (el
vacío vendría después).
Pero aún no era ni de día ni
de noche, era pronto y tarde para llorar.
Y total, para ti ya no
importaba el tiempo...
Que la tierra te sea leve,
Celia,
Mujer-carrasca de El Pedregal.