martes, 30 de septiembre de 2014

Ítaca

Cuando volvió a Ítaca se dio cuenta, de verdad, de lo corta y lo salvaje que había sido su Odisea. Entonces ese lugar que tanto le gustaba, ese cacho de tierra del que antes solía hacer patria, al que humildemente ponía a la altura o por encima de ciudades Patrimonio de la Humanidad y al que solo a sí mismo y a sus paisanos permitía el derecho y el placer de criticar (porque lo amaban y lo sufrían al mismo tiempo que él)... ese lugar, ahora le resultaba completamente ajeno. Ítaca le agobiaba y le parecía que las alcarrias que la flanquean le cercaban y se estrechaban para que no escapase más:

también hay islas lejos del mar.

Qué igual era todo y qué distinto a la vez. Aunque nadie, nadie más, parecía percatarse.
Se preguntó si era él quién había cambiado.

En la aventura había aprendido cosas que no se pueden leer: que el horizonte es infinito, que hay vida más allá,  que en el corazón (o en las pupilas, o en la memoria, o en donde quiera que se guarden las cosas importantes) cabe mucho más que en la maleta. Y caben arraigos y pertenencias. Otras Ítacas.

En Ítaca no siempre hay Penélopes tejiendo ausencias y la ausencia le había hecho prescindible. 
Cuando volvió le costó encajar -el golpe- en ese ecosistema del que una vez salió y que había seguido funcionando igual de bien sin él. Pero al final comprendió que es esa prescindibilidad la que nos deja ser parte de todo y de todos.
-"Y eso es bien"- supuso.
-"Joder, ¡eso es muy bien!"- se convenció.

Eso implica que cuando emprendiese nuevas Odiseas seguiría  pudiendo volver porque, no importa lo cambiado que regresase o lo asquerosamente igual y distinta que le esperase Ítaca a su regreso, seguirá siendo la suya y, podía reconocerlo, estando lejos extrañaba su sinsentido.

Que Eolo sople nuevos vientos.
Que a Ítaca siempre se regesa.