La abuela no te llevaba a heladerías en verano, pero llenaba el
tercer cajón del congelador con los helados favoritos de sus muchos
nietos y el abuelo contribuía a vaciarlo sin grandes esfuerzos.
Te gustaba mirar cómo se limpiaba el chocolate de las comisuras con esas servilletas rosas de papel para después doblar y redoblar en infinitos pliegues perfectos, que plisaba con la uña, el envoltorio vacío del helado. Era uno de sus muchos rituales; gestos que repetía en silencio, con calma y suma concentración, aunque solo se tratase de cubrir un filete empanado con lunares de ketchup.
Estabas convencida de que era el hombre más goloso de la Tierra y llegaste a pensar que si le lamías la cara tenía que saber dulce a la fuerza. Era él quien se sacaba caramelos del bolsillo como por arte de magia y quien te descubrió el maravilloso mundo de la leche condensada. A pesar de ello se permitía el lujo de aconsejarte: "Si comes muchas chucherías te saldrán lombrices en el culo". Entonces, te comías los helados con miedo, esperando que un poquito de vainilla no fuese suficiente para llenarte las entrañas de gusanos.
Las manos de la abuela eran finas y arrugadas, con esa piel casi trasparente que dejaba adivinar unas venas muy marcadas, como gusanos azules y alargados. Quizás ella también había comido demasiadas golosinas. Las manos del abuelo eran diferentes: grandes y muy asperas, "de labrar" decía siempre, y la ausencia de un dedo era la excusa perfecta cuando perdía jugando a los bolos en el parque.
La abuela siempre tenía un rato para tus cosas de niños. Podía tomarse 6 o 7 de los cafés imaginarios que le preparabas sin quejarse por la cafeina. "Ten cuidado, ¡que quema!" le decías, y ella soplaba el vaso vacío y lo removía antes de beber nada. Finjía emoción cuando le dabas "un regalito" que resultaba ser el mando de la tele envuelto en el paño de ganchillo que cubría la mesa del salón y se maravillaba de lo guapa que estabas cuando te lo ponías sobre los rizos y decías tener melena larga. Larguísima.
Desde tu mirada infantil no lo apreciabas, pero eran diferentes. Tremendamente diferentes. Tardaste tiempo en comprender cómo se querían tanto y se entendían tan bien.
Con los años decidiste que se complementaban mutuamente, como el aceite y el vinagre de una ensalada.
Con los años decidiste que se complementaban mutuamente, como el aceite y el vinagre de una ensalada.
Años después queda una abuela, más cansada, que juega con sus bisnietos,
un cajón lleno de helados que se vacía más despacio
y una ensalada sin vinagre.